miércoles, 26 de marzo de 2008

A VECES...


Bueno en esta ocasión vuelvo a tener la oportunidad de poder colgar un texto de un compañero mio, así que espero que todos aquellos que os acercáis de paso o para leer algo con frecuencia os guste este crudo, pero estridentemente catártico, poema.

Por Rubén López Martín

A veces, sólo a veces
al pasar las páginas de mi calendario
calculo los meses que hace que te perdí
y los días, y las horas y cada minuto.

A veces, me entran ganas de llamarte
y decirte que te echo de menos,
que me hace falta verte
para seguir vivo.

A veces, sólo a veces, creo volver a verte
caminando entre la gente
y me entran ganas de gritar tu nombre
para ver tus ojos verdes por última vez.

A veces, cierro fuerte los ojos para imaginarte
para no olvidarme de tu cara,
y creer que duermes conmigo otra vez,
pero ya no eres tú.

A veces, sólo a veces
siento que no hice lo necesario para merecerte
para estar contigo, para dormir a tu lado
y volver a oler tu pelo, y enredarlo en mis dedos.

A veces te odio... y otras te sigo queriendo
a pesar de todo, y del tiempo,
pero puede que este mes sea eterno.

A veces, pienso que todo ha sido un sueño,
y que tú no eres tú, y que yo (ya) no soy yo
a veces... sólo a veces.
A veces ... tú

lunes, 24 de marzo de 2008


Desde el año 2004 un grupo de personas compuesto por los historiadores Raúl Domingo y Carmen Dalmau, el fotógrafo Ciuco Gutiérrez, el mismo José Latova (también fotógrafo), y su equipo de colaboradores, como Alberto Martín y un extenso grupo de entusiastas, familiares y profesionales, han prestado generosamente su tiempo, revisando, comprobando y analizando las imágenes hasta conseguir el conocimiento suficiente para la realización de esta exposición.

La muestra 'Crónicas de Retaguardia, Fotografías de la Guerra Civil Española' intenta representar todos los contenidos de un archivo fotográfico hallado con ochocientos noventa negativos. Así, se compone de alrededor de 150 imágenes catalogadas en siete secciones: Los fotógrafos y el archivo, El campo, Vida cotidiana, Retratos, La ciudad destruida, Transporte, Ejército. La ciudad de Madrid se muestra como principal protagonista de esta muestra fotográfica, pero en ella también se encuentran ciudades como Alcalá de Henares y El Escorial.

Cada una de las siete secciones va acompañada a su vez de carteles murales en los que se recogen tanto la explicación histórica como los datos y la cronología.
Tampoco podemos dejar de rememorar todos aquellos periodista y fotógrafos que vivieron de cerca la contienda fratricida que tuvo lugar en España en la década de los años treinta entre los españoles de ambos bandos.

Porque nacionales fueron todos y cada uno que extraiga sus conclusiones y ponga los epítetos que crea conveniente, que diría el poeta. Una de las dos españas ha de helar el corazón a las futuras generaciones que naciesen pero, en este caso, las fotografías ofrecen la cruda realidad de congelar las bocas, casi de forma inmediata, cuando se observan los positivos encontrados.
Es de recibo también acordarse de Antoine de Saint-Exupéry, el realista (y a la vez soñador de mundos) que con su avión proporcionó una nueva visión de plasmar aquello que veía desde las alturas. Trabajó para varios diarios franceses cumpliendo las órdenes de relatar, a través de pequeños reportajes, lo que iba viendo cuando pilotaba su viejo aparato pero también cuando podía pisar tierra firme.
En uno de aquellos viajes, el de 1935, fue el que inspiró a este autor a escribir el libro más vendido de la historia de la literatura: El Principito. Saint-Exupery tuvo que recorrer varios días a pie por el desierto hasta que un beduino le socorrió. Posteriormente, cuando llegó a España volvió a cumplir nuevamente su misión.
Voló a nuestro país y fue enviando una serie de crónicas de los frentes de guerra y, raíz de ellas, con el tiempo, se editó una edición cuidada bajo el título Un sentido a la vida. En un artículo brillante cuenta sus viajes por varias poblaciones de Cataluña y Aragón en compañía de un compatriota, Pépin. Por encargo del consulado de su país, Pépin se entrevista en cada sitio con el comité revolucionario para llevarse a los sacerdotes y frailes franceses que hayan sido detenidos y evitar su ejecución. De este modo Pépin, socialista y anticlerical, salva a muchos religiosos (evidentemente, no a todos: entre los 498 beatos de este domingo hay cinco franceses).
En una ocasión no se contiene y, después de rescatarlo, insulta bárbaramente a un religioso, quien por respuesta le da un abrazo. Pero Saint-Exupéry da lo mejor de sí mismo en otro artículo en el que reproduce el diálogo fraternal a gritos, de trinchera a trinchera, entre dos soldados enemigos en una noche negra y silenciosa:

-“¡Antonio!, ¿estás durmiendo? Soy Leo...”.

-“¡Acuéstate! Es hora de dormir”.
-“Antonio, ¿por qué luchas?”.

-“Por España. ¿Y tú?”.

-“Por el pan de nuestros hermanos... ¡Buenas noches!”.

-“¡Buenas noches!”.

UN SENTIDO A LA VIDA


La nobleza parte de la sinceridad y de las almas de las buenas personas. Reza un antiguo cuento judío que solamente hay 36 personas buenas en la historia cuyas vidas no pasan en balde y siempre, a lo largo de su caminar, dejan una profunda huella en la tierra y en otros seres. Incluso con aquellos que, acaso, cruzaron una mirada con la suya. Sin embargo, ni siquiera estas mismas personas conocen la arbitrariedad y las veleidades de su propio sino.
Y precisamente ahora que los nuevos medios tecnológicos permiten dejar constancia de muchas de éstas historias cargadas de leyenda. O bien no sabría decir si son leyendas cargadas de historia.
Pues bien, ahora que estas fotografías, relatos sonoros y aquellos viejos papeles que, olvidados o perdidos tal vez durante algún tiempo, vuelven a cobrar sentido, a uno le asalta la razonable duda de todo aquello que la ignorancia da de sí.


Caminante, son tus huellas el camino/ y nada más/ caminante, no hay camino/ se hace camino al andar/Al andar se hace camino/ y al volver la vista atrás/ se ve la senda que nunca/ se ha de volver a pisar/ Caminante, no hay camino/ sino estelas en la mar/ Todo pasa y todo queda/ pero lo nuestro es pasar/ pasar haciendo caminos/ caminos sobre la mar.


Uno también lee la nobleza de algunas palabras que parecen debatirse entre la advertencia y el consuelo y piensa por qué pueblan versos, aquellos papeles olvidados, por qué titulan barcos, o por qué quizá encienden el mar de los labios de aquellas otras que los dicen como recordando una vieja canción porteña.

Por qué existen los porqués sino existen las respuestas o, quizá, por qué debemos de ponernos en la tesitura de atestiguar que aquellas palabras son algo más que palabras. Estas mismas palabras, accidentales, veraneantes, santurronas, picaronas, azote de poderes o de sentimientos son el refugio de muchos de los que solamente disponen de papel y lápiz.


Una pequeña cuartilla en la que dejar reflejado los fragores de la batalla, un pensamiento que queda suspendido como los pajarillos en la cuerda de la ropa doblada, el último repicar de campanas. Las lágrimas que caen por una amada, las que son como un ramo de rosas que dejan caer su salado corazón sobre la tumba de un amigo en señal de duelo, una dedicatoria en una postal, en un trozo de cartón a alguien que espera que la lea. Palabras.

Unas reconfortan, nos hacen más fuertes, altivos, correosos para la muerte, otras débiles, nos reducen a la infinidad del tormento de ser tan pequeño en un mundo rodeado de aparente grandeza. Tiemblan los estadios del hombre, las palabras salen de las bocas, y tiemblan los corazones y las manos cuando agarran el folio poblado de una manada que barrunta y nos ataja lacerante.

También las fotografías tienen parte de culpa de todos los sentimientos que son capaces de captar y de poner frente a las retinas de quien se acerca a ellas. El archivo fotográfico de José Latova es el protagonista de la exposición fotográfica Crónicas de Retaguardia, un retorno al pasado a través de una colección de imágenes única de la guerra civil española (1936-1939).

jueves, 13 de marzo de 2008

Enséñame


Me gusta mirarte.
Más aún que me mires.
Y pedirte que me enseñes
sin haber separado
cada labio de mi boca.

Que me enseñes a caminar.
Y aunque sé,
cuando lo intentes,
quedaré mudo
para intentar encontrar
de nuevo mi inocencia.

Para intentar sorprenderme.
Uno, dos tres; otro paso.
Uno dos, tres; lo he vuelto a conseguir.
Me miras y eso me reconforta.

Sé que lo hago bien,
acaso tanto por cuanto
se entrecortan tus suspiros.
Iniciame en la vida, en los sueños,
en lo que tu creas conveniente.
A renacer tal vez.
A amar, acaso.

Pero cuando llegues,
pronta y sincera,
tal vez despistada,
como pasando por una acera
que no nos puso en el mismo camino,
tiéndeme una mano,
y no me sueltes.

Sólo te pediré, aunque no me oigas,
que me enseñes, entonces,
a no odiar el amor
al menos tanto como amo el odio.

miércoles, 12 de marzo de 2008

De la nada, tú


Espera, no te vayas.
Intenta abrir los ojos de nuevo.
Siéntate a mi lado. No, no tan lejos.
Apoya tus codos sobre la mesa, más, más cerca.
Inclínate. Contén tu respiración.
¿Lo notas? Es húmedo, vaporosamente noble.

El silencio se esconde tras las sílabas
arrancadas a la boca.
La mudez cobra su llanto de esencia.
¿Te das cuentas? Es perceptible, sincero, tenaz.

Amo este momento. Creo que lo guardaré
en mi pequeño frasco de recuerdos.
Ahora, ven, quédate por fin.
Mírame a los ojos. Relaja tus manos.
Así, muy bien, despacio.
Mira las mías: voy a dejar que comulgue
tu roce con el mío.

No te asustes. Son cálidas, rezumantes,
acaso, antaño, tunantes. Pero firmes.
Perfecto, casi te noto, casi no vive
la separación entre ambos. Ya casi eres yo.
Ya casi soy tú. Durante un instante.

Ahora un poco más, casi más que antes. Ríes.
Tus yemas, las mías, casi juntas, casi hermanas,
casi alboradas.
Cada falange, cada dedo oscurecido y tenebroso, huidizo,
vuelve a cobrar vida propia. Yo lo noto también.
Te noto, no lo comprendo. Los siento breves
y esplendorosamente vivos. Irracionales, terribles.

Es un placer verte sonreír. Volverte a ver hacerlo.
Tu boca se ensancha, se expande en su fugacidad.
Tu risa galopa, me corteja, acarrea otras risas.
Tus manos se quiebran, se astillan sobre sus músculos,
muerden vibrantes los fulgores del rocío quemante.
Tu alma rebosa. Yo acudo a ti. Vivo, vivamente muerto
para volver a verte vivir.
Pura, infinita, casual, casi plena.

sábado, 8 de marzo de 2008

LOS LUNES NO ESCRIBO.- A un salto de Manhattan


Por Anul Jlo


¿Cuántas veces has dejado pasar la oportunidad de saludar a alguien a quien deseabas decirle algo? Su mirada, un gesto intemporal, imperecedero. ¿Cuántas veces te hubiera gustado arrogarte unos ojos que no son los tuyos? Hablarles, acunarlos, egoístamente separarlos del cuerpo, hacerlos tuyos y eternos…¿Has creído en alguna ocasión que el azar te ha dado una oportunidad en forma de oportunidad para actuar y no lo has hecho? Sí, has leído bien, bendición bendita. ¿Una historia por escribirse y por que tú la narres? ¿Por qué durante alguna caprichosa hora del día te cruzas con un anónimo y crees conocerlo de toda la vida? Es más, aseguras conocerlo de toda la vida. Por la calidez de sus movimientos, por unas manos hirientes, abrasadoras, que jamás has sentido y, sin embargo, tienes la sensación de haber tocado. Por un algo indeterminado y quejoso, en definitiva, que termina por convencerte aunque solo te hayas empapado durante un instante de tu propia esperanza.

Tengo un buen amigo que suele comentarme cosas de este tipo. Es un tipo lúcido, un hombre fuerte, del este, venido de lejos, pero cercano, de esas personas que siempre parecen asentarse en un sitio al poco tiempo de llegar. Pasa desapercibido, vaya. También he de confesar que me lo dijo tras algunas copas de vino tinto y un par de coñacs. Bueno lo cierto es que también me aseguró con rotundidad que, en su opinión, las verdaderas escuelas de la vida son las putas, la cárcel y alcohol. “Y por ese orden, no lo olvides”, me espetó al tiempo que me daba una palmada en el hombro y aflojábamos las billeteras codo con codo en la barra de un bar. Nos descosíamos, abríamos nuestras propias costuras, dejábamos volar nuestras almas, nuestras pequeñas bocas polvorientas, amañadas, malhabladas. Y éramos felices. ¡Diablos lo éramos, vaya que si lo éramos, y en tanto que lo recuerdo como un niño recuerda su patria!

La primera vez que empecé a diluirme en estas historias fue un día de gotas de alcohol y lluvia. Me disolvía como un pequeño pasquín en un mural bajo un cielo ennegrecido prontamente, un gran cenicero donde los dioses se habían poco menos que cagado, una luna a media tarde sin textura apuntalando un firmamento envejecido y miedoso. Los árboles tristones, recogiendo sus retorcidos troncos, intimando vergonzosamente con sus raíces, los pequeños pajarillos trinando en las ramas quemadas. La gente paseando y espolvoreando su figura por una ciudad apagada. Las fábricas gritando a pleno pulmón, las jóvenes muchachas saliendo de sus trabajos de cajeras; tal vez, de recepcionistas, de recaderas. Hombres, también, por supuesto, trajeados, adornados peligrosamente (esto me hacia gracia, porque, según me comentó durante una partida de cartas mi colega, ¡jugaban con su dignidad sin enterarse!); otros, tipos remendados, de alma y paños, de bolsillo y consuelo. Hambre con hambre, dolor con dolor….

El caso es que tras unas cuantas copas empezaba a pesarme cada parte de mi cuerpo más de lo que pensaba, y más de lo que recordaba otras veces. Esto no me importaba demasiado pero sí que empezaba a notar mis músculos entumecerse con mayor facilidad, a tener menos aguante. En otra ocasión leí que un escritor de cuyo nombre no recuerdo decía en una entrevista que no era un “animal social como la mayoría de las personas” y que era cinco animales: oso, ratón, grulla, halcón y león. Lo primero que deduje es que estaba loco, lo segundo que era gilipollas y lo tercero que, posiblemente, era un relamido pedante. Tal vez, si combinase las tres, me dije, acertaría en el verdor desconchado de muchas personas que nos pueblan.

Pero después de darle muchas vueltas he llegado a la conclusión que el transporte público está lleno de historias fantásticas. El autobús, la red de cercanías y, principalmente, los andenes del Metro, agigantan su leyenda con pequeñas fábulas que se agrupan en los costados de cada ser anónimo que los recorre. Historias de cáscara de cristal, frágiles, pero firmes, sentenciosas, que dictan los pasos de muchos de nosotros y llegan a determinarnos en nuestro caminar. Siempre me han gustado las historias que quedan por contar y que, sin embargo, tenemos tan arraigadas.

Si uno va caminando bajo tierra por los pasillos del Metro se da cuenta de que las personas parecen estar continuamente hablando aunque se recreen en su propio silencio. Casi podemos hacer su propio silencio tangible, ponerlo en contacto con el nuestro a través de dos miradas que se cruzan. Un ademán, un movimiento breve, brevísimo, lento, casi imperceptible con la mano que aparta un cabello y ¡zas! esos ojos que se han matado o han nacido en los otros.

Después vienen los quizases, los tal vez debería haberme dirigido a aquella persona. Siempre el plural mayestático y prorrogable que se repite cada día. Pero también momentos en los que la magia parece perdurar centurias sobre el pecho de metal que sostiene a esta ciudad. Siempre me atrajo la atención aquellas individuos que terminan por consumirse el uno al otro y esperan a que ese tren, ese autobús, esa varita que rompa la magia no llegue y, empero, no hacen nada. Esto me reconforta porque creo que quizá es por que no quieren romper su cotidiana vida, sus cotidianas costumbres, su cotidiano amor y su cotidiano trabajo. También he llegado a la conclusión de que la inmigración añade un toque amargo y a la vez azucarado a ese marco creador, aunque no tengo muy claro en qué medida.

Hay días que no sé cómo interpretar las miradas de las personas mayores cuando parecen examinar a personas de otros países o del propio país, pero no siempre puede uno conservar la calma ante estos deliberados exámenes visuales. No llego tampoco a entender si uno llega a realizar actos buenos o la sonoridad de la poética misma de los actos es lo que mueve los propios actos. No sé, pero recuerdo que una mujer entró llorando en el tren y otra la dejó sitio. La pasó un brazo por el hombro y le ofreció caramelos y un pañuelo. No se conocían. Sentí algo indescriptible. ¿Ternura? ¿Temor? ¿Remordimiento? Todo el mundo que estaba alrededor de ellas en el tren las miró. Con razón. Ahora, con el tiempo, sí que reconozco que aquello fue una buena cura de humildad.

Veo a un chico y una chica que se miran de un andén a otro en una estación olvidada de un pequeño pueblo de provincias asturiano. Dos ancianos se toman un cortado en la terraza de la cafetería. Hace frío, hiela, tiemblan la maleza que crece desordenada junto a las vallas de la estación. Algunos adoquines se han movido con el fuerte viento, sueltos, algunos, han caído a las vías. No hay peligro. Yo voy con mi cartera del trabajo. Dentro llevo la muda, mi anticuada cámara analógica Kodak y las herramientas del trabajo. Se miran, se observan detenidamente. La chica lleva un bonito vestido rojo de encajes con unas borlas en el pecho. Los zapatos relucen en la tenue luz de salón que ofrece un cielo pestañeando y preñado de tonos rubios.

Él es tímido, agacha la cabeza, -parece serlo, me digo- aprieta su barbilla contra su pecho. De repente la levanta, la mira, la vuelve a mirar. Dice ven con sus ojos. Ella va, va, va…Da dos pasos, se detiene al instante, fugaz, totalmente infinita frente a él. Se quieren decir algo…El tren pasa a gran velocidad por delante de la chica y en el transcurso, hasta que se detiene definitivamente en el andén para descargar y recoger más viajeros, le observa a él través de las ventanas lúgubres y tristemente desfiguradas. Se ha ido, se fue, no volverá. Tal vez otro día conceda otra oportunidad.

He descansado un poco. El tumor no me deja dormir. La úlcera sangra cada madrugada y estoy harto de las pastillas. Tengo tres costillas rotas y una muerte que todavía espera. Una jodida muerte que debe esperar su turno como esperan todas las cosas de la vida para poder cobrar su factura en mi cuerpo. La luna está alta. Los pinos retumban, aletean sus sombras dulcemente y enseñan sus senos espinosos. La vida es espinosa –pienso-, ¡qué bonita metáfora! Tengo esa sensación desde que era pequeño, de que la luna siempre ha sido pura, no sé si una señora o un señor, pero siempre altiva, galante, tunante y conquistadora de conquistadores. Y siempre verla alta sentado sobre la garita del pueblo de mis abuelos. Esta vez la noto recogida, cerrada sobre sus brillos. Imagino el mar coleando y estrechándose de orilla de orilla, apostado sobre una marea o un faro mientras los hombres miramos la imperiosa fuerza de lo que no podemos controlar.

Entro en el bar de alterne más cercano a mi casa. Esta un poco lejos pero la Taberna de la Coja es bastante accesible y nunca ponen pegas al entrar. Yo aprecio las buenas noches de Lety, la recepcionista con los ojos distraídos que siempre me saluda con un beso envuelto en sus prietos y protuberantes labios. Me quita el abrigo. Su mano roza mi cintura. Siento un extraño calor. El calor vaporoso me golpea de repente en la cara. Tengo ganas de emborracharme. Miro la sala detenidamente y me doy cuenta de que hoy está especialmente vacía. Caras largas, tres copas en la barra, beben dos tipos. Las chicas les agasajan con caricias. Una de las chicas es la que estaba esperando en el andén en la estación. Sirve bebida blanca a un tipo sentado en una mesa. Tal vez Martini doble, tal vez al hombre que la miraba en la estación. Es posible que se asemeje a él. A mi no se acerca nadie.

No hago por acercarme. Me siento solo y me tomo un buen güisqui con hielo. Salgo pronto. Serán las cinco de la mañana. Dentro de pronto amanecerá. Me marcho con la sensación de que nadie me ha dado conversación. Yo también he intentado no aburrir a nadie. Mañana será otro día…