miércoles, 5 de agosto de 2009

La miel de (más) labios


¿Hay una gran batalla
insufrible que habita
dentro de cada cuerpo velando
por la perversión de los bares de copas
entre otros cuerpos desnudos?

Lo único que es insoportable
es que no hay nada insoportable.
No pido perdón
por las guerras
estentóreas
en que permanecí mudo
con razón o sin ella.

Recuerdo


Todo cae livianamente,
serenísimamente como
una duda inopinada
que asalta a un viajero
en un tren
que sólo transita por la noche
y tiene sus ojos clavados
en el asiento de enfrente
contemplando
la equidad de un gran momento
ya pasado.

Mira por la ventana
y el pulmón de los días
es canceroso,
y el de los bosques,
y el de los campos abiertos
con sus candados de madera.

Todo cae,
cae como un recuerdo borrascoso,
que va a parar
a una copa sin importancia.
Y se disuelve
y parece pequeño.
Pero no es
tan secillo,
se dice el viajero
entre centurias.

París y la escalera de caracol (I)


A veces pienso que llegué a la escritura como por una salvación. Una línea de fuga que no sé a dónde conduce. O por equivocación. Quién sabe. En cualquier caso, sé que parece un trozo de frase cosido, remendado una y otra vez, y, sobre todo, ya dicho. Porque en la escritura, como me decía Migueltón en un café de Bruselas cerca de Schuman entre cervezas, risas y algún que otro guiño a la camarera búlgara (¡ey corazón!), a veces parece que ya está todo dicho. Que ya han sido otros los que han tenido o bien el valor o más bien la inteligencia o, quizá en mayor medida, el oportuno tiempo y la brevedad para disparar donde había que hacerlo. Y todo esto no sé porqué me asalta un día tras otro fugazmente pero tiende a cobrar la forma de una materia unida y pesada de la que hablaba Félix Grande.

El caso es que a los textos y a los poemas a veces uno llega también como tropezando con ellos sin remedio. Y de ahí aparece de la nada, casi de manera inmediata, la apreciación del hombre que no mira por dónde va como una gran rueda dispuesta a aplastar a quien se ponga por delante. Y su escritura. Así, sin más.

Con las ciudades me pasa lo mismo. Y, en la mayoría de los casos, me limito a tenerlas ahí en el viejo cajón, aparcadas, hasta más ver. Un día escribiré sobre ellas en profundidad. Hoy no.

Pero ahora es diferente y deber de ser la jornada de las alacenas abiertas, de los anaqueles en que puedes mirar y tocar a la vez todo lo que hay superpuesto. Algo, la vivencia de las formas sin definir, parecen gritar en medio de una noche de ceguera para que comience a rellenar las cuartillas. La mierda empieza a salir a los balcones y a pegar unas voces que se oyen hasta en el infierno.

Hay tiempo. Y, más aún, hay bebida sobre la mesa y dos cajetillas de tabaco importado de Rusia (“de contrabando ruso”, me dice el africano al que se lo compré mientras paseaba por el Jardín Botánico de la capital europea). Golpeo el teclado y esto comienza a cobrar sentido. Todavía no ha respirado en mí la enajenación mental de unas cuantas gotas de alcohol en el vientre y toda aquella magia que parecía dormida abre lentamente los ojos de princesa de cuento, me digo. Los de cuervo, también, por cierto.

El caso es que lo que yo quería contar es que es muy fácil empezar algo y predecir más o menos cómo puede acabar la cosa. No es el caso. No, y a París llegué por un extraño círculo de puntas a la que puede sumarse otra, que era mi compañero de viejo, tan insustancial, por otro lado, como vital, sin la cual no habría podido pisar aquella villa bohemia que desapareció o dejó de consumir su vida en 1965. O eso dicen, al menos, los entendidos y la canción del cantautor Charles Aznavour. En esas, se cruzaron César Vallejo con su escritura, Migueltón, Picasso, Modigliani, el que ya he comentado, Félix Grande, y Jorge Semprún, del que acababa de leer La escritura o la vida.

Hacía varios días que había pisado París y recorrido buena parte de los principales enclaves turísticos, además de otros de los que había leído y debía de obrar por conocerlos. Tenía que dar sentido a todo eso; poner las ideas en fila india y seleccionarlas, ajusticiarlas y hacer una criba con todo aquello que se removía burbujeando como una idea sin juicio. Pero solamente lo pensé tiempo después, algunas semanas después de ser un pequeño recuerdo escondido en la memoria aquella visita.

Llegamos al centro. La Plaza de la Estrella, ahora denominada Plaza de Charles-de Gaulle era inmensa, único sitio, por cierto, donde las compañías de seguro no cubren los daños si uno tiene un accidente en París. Tras subir 284 peldaños del Arco del Triunfo (eso ponía en el folleto) y colarnos presentando un carnet falso para que mi compañero no pagase el bonus por ‘ser viejo’, aquella ciudad tenía un tufillo de turisteo pesadumbroso, injurioso, de lo que había sido, pensaba, y lo que se había convertido. Esto es lo que creía, al menos, desde el vallado de la azotea de aquel lugar patriótico y no lo digo únicamente por los cientos de personas que estaban tirados en la calle que había visto de camino a él.

A los que pude, los fotografié, quizá para dejar constancia en mí, más que en un papelote, de lo que debía nunca olvidar. Y a los que no pude también, intentándolo hacer con disimulo. Sería infantil pensar de otro modo, que llegaba a esa conclusión simplista después de haber tenido la pobreza al alcance, sin llegar a ella, pero a tiro de mano. ¿Por qué no ayudar entonces? Creo que la fotografía algún día me dará la razón. Pero tardará tiempo.

Ese ha sido mi segundo punto de escape, aunque no tengo claro en qué momento podré ayudar a cambiar algo. Aunque como dijo (y cito parafraseando) alguna vez uno de los notarios de la crueldad consigo, de la destrucción para el ser, de otra persona muy cercana fuera hay un mundo mejor que tú has logrado inventar. “Ella ha pasado época horribles/épocas en las que tal vez yo podría haberla ayudado más/porque ella es la madre de mi única hija/y hace tiempo fuimos grandes amantes/pero ella ha superado todo eso/como he dicho/es quien ha herido a menos gente/de todos cuantos conozco/y si lo miras de ese modo/bueno/ha creado un mundo mejor/ha ganado”.

Una vez tuve una profesora de literatura que no creía en el acto creativo a través de la inspiración. Decía, por método, todo es orden. Toda producción se refiere o trae consigo un rigor. Escondido o no, lo hay, y está detrás. Jamás entendí este pensamiento. Más aún cuando me veía rodeado de botellas vacías y grandes velas encendidas sobre botellas después de escribir toda la noche. A la mañana siguiente, tenía que corregir muchas cosas, pero las palabras estaban ahí. Comencé a entender por una vez qué era conocerse a sí mismo. Y qué era un acto creativo. Vaya si lo conocí. Nunca supe qué fue de esa mujer.

Creo que el mayor acto creativo lo tuve cuando una mujer me abofeteó en una calle de Madrid, que no recuerdo cuál era, a eso de las cuatro de la mañana. El mes tampoco lo recuerdo. Fue hace un año, más o menos.

-Dime que me quieres cabrón, me dijo aquella chica morena con los ojos llorosos. Entonces, ¿por qué coño estás aquí?

-Ey, espera, es que…

-¡Es que, qué, maricón sin sentimientos!

Y otra bofetada iba directa a mi mandíbula y presentía que ese sí me iba a doler. Le cogí la mano por la muñeca antes de que me tocase. Pero no parecía importarla. Un gesto de impotencia había dado vida a sus gestos y apoderado de sus ruegos. El ruego se perdía en la noche oscura y se sigue perdiendo un año después. Lo sigo pensando todavía aunque ya no tiene importancia.

El caso es que la chica ya se recogía el jersey que le colgaba por la rodilla y había ido a parar al suelo varias veces sobre el empedrado mojado y se iba por donde habíamos venido. Ahora o nunca, mierda, pensé. La cogí del brazo, la acerqué hacia mí y la dije:

-No eres tú, soy yo. Es que después de tanto tiempo me cuesta...

Sonreí. La risa se hizo sola en una mueca que estaba robotizada a no inscribir feliciad. Pero algo cambió en un misero momento. Se quedó parada mirando mis labios y yo los suyos. Pero no podía darla un beso. Yo creo que en ese momento no me hubiera acordado de cómo se hacía. Era un pato con los labios de madera en mis labios. Era verdad, como si media parte de tronco hasta la cabeza estuviera paralizada.

-Quieta ahí, tus labios o la vida, princesa, la dije

Y sonrió. Y creo que yo también lo hice. Y aquello entendí que la hizo feliz por unos días aunque luego me abandonase tiempo después y me enterase que estaba trabajando en Londres. Pero fue un bonito momento de inspiración. Pareció como una fugaz inteligencia todavía podía nacer en un páramo de vez en cuando. Si podía hacer eso, quizá podía llegar a más. Era un pensamiento placentero, al menos.