domingo, 7 de febrero de 2010

Pueblo


Ayer caminaba solo,
y en el cruce de La Ballesta,
los ancianos de la corrala
ofrecían sus dentaduras a los gritos
y se miraban de espaldas a los espejos.

Las tinajas estaban llenas;
había sed de luna amordazada.
En el río, bajo su lecho aguardiente, pleno y cuajado de ojales en sombra,
las cinturas de los hombres que ya cayeron,
llamaban, palmeaban las hendiduras de las rocas
buscando el tesoro, afanosamente,
de los niños que venían a nacer
bajo los brazos del roble alto.

-"Que vienen, que vienen",
(decían esperando la lluvia de pedradas)

Pero las voces eran poco menos
que dos manchas de naranjas suicidándose
en las copas de los almendros.

En las tapias era otro qué decir:
los ancianos, los mismos ancianos de la sien trémula
volvían a hacer su trabajo
y enseñaban a los extranjeros el cómo.
Cómo volver a ver la luz de la mañana, también decían.

"Hay que acuchillar a estos negros que vienen del más allá.
En su sangre hay potros blancos
que van de aquí al cielo
y de allí a los charcos
de cada establo".

Era una historia de allí, de allí
qué va a importar ya...