lunes, 7 de marzo de 2011

Hablar con Dios

¿Alguna vez han tratado
de hablar
consigo mismo?
Encájenlo.
Si lo hacen
descubrirán a aquél
que se esconde
en sus avenidas del centeno,
tras la risa abotargada
y miserable.
Cobarde, sí,
y valiente,
como el último soldado
al que la mano del general
le empuja
a suicidarse
entre los demás.
Como uno más.

Ganarte las alas


Podías ver tu cara todos los días
odiarles
casi como
si hubieras inventado
toda la maldad
pero ellos no podían sentirla.

Podían ver que te plegabas
a ellos
porque necesitabas
el dinero
de fin
de mes.

Podías ver que no manejabas su lenguaje,
su jerga de moda,
sus crónicas al oído,
su estilo imbuido
de modernidad impoluto.

Y tú,
sacabas religiosamente
tu comida.

No hablabas con nadie.
Intentabas hacerlo fácil,
llevadero.

Respetabas los horarios,
tus horas de descanso,
y hasta ese hilo musical
que te amordazaba
mientras
te vestías
con el maldito traje azul.

Podías ver sin descanso
a todos ellos,
correr,
silenciarse a la orden,
al toque de queda,
almacenar su ropa
todos los días
y
sus almas
en cajas de cartón.

Podían ver como embalabas cada tarde las perchas,
aguardando la puntual hora,
reunirte con una mujer
-podía ser realmente tuya-
lejos,
muy lejos
aunque no te sintiesen,
aunque no les acobardase
su imaginación
al verte marchar.

Tal vez cervezas en un bar repleto
y solitario,
tal vez en el conjunto de una amistad
reunida
y desgajada
esa tarde por unas horas
te sacaban del apuro,
te extirpaban la locura
de tus cañerías rotas.

Pensabas en el arte,
en las palabras que una vez inventaste,
en las correas rotas,
en las llamadas a larga distancia
que siempre se cortaban
cuando no lo necesitabas,
en la cabina del teléfono
desde la que solías expresarte
con la familia
cuando lo necesitabas.

Descolgabas,
marcabas,
esperabas silencioso
al recibo de voz,
al otro lado,
que te aproximaba
a la certitud de una lumbre,
de un calor longitudinal
y permanente.

Pensabas en los sitios de los que te echaron,
en las casas en las que no fuiste bien recibido,
en los brazos de la mujeres
que había fuera,
existentes,
imaginarias,
tan distantes
y que nunca tocarías.

También en la vida plácida
que se te escapaba
de los detalles pequeños,
de las rendijas diminutas de la vida.
En cuánto habías escuchado música a solas
mientras caían copos de nieve
del tamaño de un puño
y a solas también
descorchabas algo
y escribías
mirando el paisaje,
los gatos,
las ventanas decadentes
y herrumbrosas
de la nueva modernidad
-era una panadería de un patio interior
a la que daba tu pequeño cuartucho-.

Hasta ahí habías llegado,
habías golpeado fuerte,
habías sostenido tu cuerpo sin ayuda.

Y ahora estabas en sus manos.
Firmar la despedida
requería
tiempo.

-Cien horas en vela,
algunas mañanas
rellenando papeles,
ademanes desaprobando en la esquina
del estribo
mientras tú sostenías
tu mirada firme...-

TIEMPO para que tu sangre se apagase,
incinerase una civilización
cosidas con telares,
TIEMPO para que tu sangre
bañara esas mismas perchas.

Tiempo para que tu tiempo
fuese su tiempo.

Guardabas instantes,
intentabas olvidar
qué es arte,
que son tus horas de trabajo,
que había sido para ti
este o aquél otro escritor.

Tiempo para saber que tus horas
eran un arado concéntrico
como decía Miller:
con las mismas personas,
los mismos gestos,
las mismas almas quebradas.

Tu vida les pertenece.
Es una herencia acordada,
pactada de antemano:
tus alas de gaviota.

-''Chico, te las daré
cuando hayas saldado
tu cuenta''.

El tiempo,
ahí estaba.

Me las dieron.

Escribo esto
mientras
termino de pensar
cómo acortar los plazos
y rejuvenecer
el espíritu de cárcel
al aire libre,
sin nadie
a quien dar explicaciones.

Y ellas mismas no impliquen
realeza,
corte,
gusto proyectado
sobre una foto
y sí, miseria,
pobreza,
alcance de los límites urbanos,
de las aceras de los machacados,
porque ello
diría de mí,
con los años,
-con el tiempo-
que las palabras
me salvaron,
que tenían precio
y alguien
pagó
por ellas.

sábado, 12 de febrero de 2011

Labios cerrados

"Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes,
ya desmoronados" (F.D.Quevedo)


Caminan los niños en sepultura.
Boca y labios cerrados llenas de palabras.
Sarmiento, lengua de arena y de impulsos,
viveza, arrojo en esta tarde cálida.

-Siempre soñé con escribir el epitafio de los demás-

miércoles, 9 de febrero de 2011

A Fide

Recuerdo a Fide muerta por el cáncer,
por un cáncer remoto e impoluto recogido sobre las sábanas.

La recuerdo en una adolescencia mía de los 15 años
indolente y apadrinada por el juego, por la contraorden,
por la condescencia sin preocupaciones...

Recuerdo su cara como un estanque cerrado de agua embalsamada.
Su cuerpo donde se reflejaban las chimeneas de oro turbias
sobre ese mismo agua obscena
que era su cuerpo y su alma.

La noche estaba alta, las risas prendían y los farolillos, puntuales,
daban luz,
luz, a una ciudad de adoquines y aullidos.

Hoy escuché en la radio la historia de un nieto a su hijo.
Decía así:
''Abuelo habrás de recordarme lejos, donde te halles.
Allí donde los desconocidos te hayan robado los secretos
y te den ramos de flores.
Yo te guardo una parte para mí cuando morir haya de ser un trámite.
Como atesoro tu rostro desdibujado en nuestra pequeña casa:
tus manos excéntricas y huesudas,
tu cabello corto sobre la calavera horadada por el sol.
Tu chisquero y tu cigarro nervioso sobre el labio inferior afilado.
Tu racimo de uvas envuelto en el periódico de la mañana.
Así recuerdo''.

Y, a mí, por mi parte, ahora diré
que otro rostro,
la misma faz de mi nieta, de mi abuelo,
o yo quizá de su hijo
-perdonadme, yo no sé...
he confundido los lazos con los años-
ha venido a cuajarme,
a inquietarme brevemente mi memoria febril,
me ha quebrantado una legua de sueño
y pronto la he vuelto a olvidar y verse alejarse hacia la tumba
como resolvía de costumbre,
discreta, amarga, sencilla, besando el sueño del que no besa

o nunca lo ha hecho.

Paz


Dicen los que estaban en la trinchera sosteniendo un mauser que a veces los tiros de salvas abrían socavones en sus diminutas calles y casas de una y dos plantas, en la pobretería de un arrabal secado, en la humedad de una tibia lluvia que caía de lado y se iba y volvía y continuaba encendiéndose una noche sí y un día también en Madrid.

Que ello no sepultó su ánimo y que, con descanso, Luckaks entreguaría a la guerra un nuevo rito, un cuerpo de un batallón de hombres peinado, aseado, entregado con un nuevo traje como un caramelo y su muñeca de nuevo al frente. Pero nunca se consiguió, nunca hubo un tiempo para la espera, nunca hubo un respiro para el cuerpo fogueado. Han pasado algunos años desde que aquél hombre que hoy es mi abuelo con su nariz redonda, gesto callado y sabio y mirada traviesa me contó con sus manos inquietas y nerviosas pormenores de una lucha fratricida lejana. Que los moros eran los primeros en comer y jalear ruido, en entregar a una mesa de roble la bocanada de tabaco y griterío. Que la tropa callaba y se ponía firme. Que al grito de firme, todos corrían delante de la fusta y el fusil.

Hoy es un miércoles por la mañana y restaña la luz debajo de las puertas y cajones y quizá por eso y no por una explicación más elaborada, y porque el mundo de los sueños responde a la patria que sale de la lógica en un hombre, veo contar a rodajas su vejez y su muerte. Porque la noto cerca, holgada, trazada tristemente con un cordel fino tras la que hay una mano a punto de segar su herencia labradora y sus pies descalzos de niño todavía de cuando a los 13 años le dieron en adopción sin familia.

Porque hoy un hombre también trata de poner en orden sus ideas y poner en paz su cuerpo consigo mismo. Porque necesito perdonarme y perdonar a aquellos a quien miserablemente he odiado por el camino de la ceguera y he recuperado algún papelucho, alguna cuartilla que escribiré en sus sepulturas.

Enrarecidos golpes del costado asesino
que los hicistes tuyos,
que has conseguido hacer del amor a los que amas
disciplinado y displicente.

Donde hallas, buscas celdas de palomas
sobre las carrocerías de los coches abandonados en otro tiempo.

Buenaventurada trinchera del odio,
moqueta raída sobre las migajas de la tiranía.
Eso es lo que queda, mujer:
cicatrices arañadas al espejo,
la incertidumbre de un rostro que se asoma a su barba helada,
a su edad tardía,
a su vejez enlatada en un cuarto de baño.
A la ceremonia de los huesos de mimbre en un estanque,
en una rivera muy pequeña.

Déjame decirte a la luz abierta de un nuevo día,
donde hoy, tras meses, se ha puesto el sol alto,
muy alto,
que una página marcada en un libro,
me ha devuelto a los tomos donde sellé
una promesa de amor, de un ser querer ser,
bajo el alcohol, besos y caminantes
en la noche de los tiempos sin Norte,
donde veía marcharse a la mujer de papel en un cafetín solitario.

Soledad de tus penas, abuela,
Soledad de mis escritos, hijos,
Soledad orillada, ancestral, en ciudades que han de venir, amigos,
amigo del vientre, amigo.

viernes, 21 de enero de 2011

"There must be some way out of here," said the joker to the thief, "There's too much confusion, I can't get no relief. Businessmen, they drink my wine, plowmen dig my earth, None of them along the line know what any of it is worth.", Bob Dylan, All along the Watchover.


Tengo la impresión de que TODO está descansando pacientemente. De que todo está esperando su turno durante años para levantar un día su mano y estallar en un golpe seco y álgido al unísono.

Hoy es uno de esos días donde uno se proyecta en la mirada de un hombre mayor, cataliza su serenidad y asiente, se marcha, hace de rogar a las violentas consecuencias que con su suciedad han empapado a otros pero no calan. No estoy seguro de si llevo traje y ese sudor, esa sangre, esa mezcla de pasión y entrañas que ha reventado, ese lagrimal áspero y de aluminio, me ha cubierto de una gran bola de mierda como diría un escritor maldito.

Él también diría que, solamente y durante años, nunca se había dado cuenta de que la costa no era bonita un lluvioso enero, sino hubiera reparado por él un niño que apenas levantaba dos palmos del suelo y tiraba de su mano huesuda inquieto y vivaz en sus primeros pasos por el mundo.
Siempre hay niños que tienen el temor de que oscurezca. Que la loma de luces contraídas les lleve a granjas desconocidas en pleno campo, les dejen sin la sonrisa perfecta paterna, sin la pasión irreverente y ociosa del calor en invierno y les arranquen los órganos los duendes de la edad temprana para hacerse collares de estaño con la luna.

--

Gracias al odio. Gracias al rencor. Gracias a la vehemencia, gracias a la tierra baldía y arrasada. A los años, a los tuyos. Gracias a la cánula que me da las calles rotas de cosas sin vida. Gracias al embrión lazo de la muerte del poeta y su silencio, que no ha traído el humo de la demencia en ceniza de los altos hornos donde la calavera se arromolina al galope y no ha dado todavía la muerte a mis poemas.