martes, 22 de junio de 2010

La yegua blanca

"Tenía un ojo abierto del todo que, ciego en su vida, ahora que estaba muerto parecía como si mirara", Juan Ramón Jiménez


Quizá es el dolor la gran rueda de molino perfectamente engrasada la que hace que las personas sigan estando juntas y, de manera más sencilla, la capacidad de llevarlo a cabo de manera más o menos deliberada. Hay un dicho que dice que cien años de cal, vendrán después que miles de años de rencores. Solapar, soslayar y enterrar con todo. Picos, palas, memoria, gente que cambia de generación y sigue siendo el mismo cuerpo.

En estas líneas, al ser anónimo, se le cuentan muchas cosas, tantas que en sí mismas podrían no valer un chusco. Pero en la alta noche, cuando aquellas tribus y pobladores se hayan ido y nosotros hayamos formado parte de una incierta masa de personas, siempre se pasará rodando una pregunta. Del uno al otro, al extraño, al cercano, al lejano por ideas y por pensamiento. Tal vez de manera oral, tal vez escrita en un muro de arcilla. Y aquello, ahora que se apagan las horas, y se van tantas cosas, seguimos de pies, libres, con la carta en la mano, sabiéndonos poseedores de algo para marcharnos, continuamos aquí, sorbiendo el vaso, tocando con el dedo índice las migas encima de la mesa, mirando por encima de las gafas aquel programa y escuchando una voz de fondo en ese afán de hilo musical que tiende a darnos conversación cuando no la queremos.


Ya lo dijo aquel pequeño gran hombre de Moher: y la yegua está vacía, vacía, vacía, como lo estaba el pueblo. Oscurecida la noche, aborregadas las nubes rosas, ese cuerpo, que antes, entre risas y maldades, fue apedreado y la calle fue oscura, en poniente (donde fuese), con un cuerpo que daba luz y calor a toda la aldea en una maldita noche en que el moridero estaba cerrado y las tumbas cívicas, esas donde todavía los vivos siguen jugando a la rana, abiertas.

Quizá también estemos pidiendo paz para un cuerpo y yo forme parte de ese trato acordado que está en cada mirada enjuta, perdida, horadada. Ya es tiempo dando vueltas a esto, ya lo es de veras.

viernes, 4 de junio de 2010

Vendas, más vendas


Molés, Molés, Molés,
dónde calienta la sangre albera sin vilo,
hasta cuando abre sus filos la espada sin virtud,
por qué corremos para ver de frente al rejoneador
de la blanca piel de luna
con su traje de tachuelas anaranjadas.

Una y siete veces siempre me hice tales preguntas.
Indagué profanamente en la sencillez más estúpida,
alejándome de quién era y quién quería ser.

Siempre le dije al corro de niños de la plazuela
que jugaban a darse la mano
y separarse,
que jugaran también llegado el momento
a encontrarse,
a decirse a sí mismos
quién dijo que todo fuese fácil.

¿Y si aquello que les contaba con gesto sereno
finalmente haya sido verdad, sea verdad?

Y si así lo fuera en nuestra servidumbre,
por qué la humanidad vuelve a esperar
su tumba y su velo,
su daga abierta al ocaso
del costado en el mediodía,
mansa, siempre mansa,
prudente, acertada
-ya conoces su senil tregua-,
y nunca cobarde.

Molés,
ya hace tiempo que se despide el que estas líneas te escribe,
subido en la membrana del campo
con la mirada alta y apagada,
viendo caer la sangre caliente de muchas cosas
que por tantas nunca restaron su importancia
sobre el fruto maduro,
¡si la vieras ya posada y hueca como el asno aguerrido!
como cientos de ojos
que todavía acuden religiosamente a ver aquello sin mirar,
a lo que llamamos estoque, templanza, arte,
hombría,
familia,
corrida,
amor homicida.

Viva entonces pues todo ello,
que viva si ha de vivir
y no me alcance más una vaga duda,
y por mi, que yo muera murmurando,
con la boca lenta, cerrada, extinguida,
de algún modo que sea el primero
en morir de esa manera
y lo firme sobre el río
al que quiero acudir a su encuentro
y besar su calavera
y darle mis cenizas.