
Bien, vienes a verme. Al lugar donde nací. Creciendo en la espiga, en el ramal, te veo jugando con el patinete y reír y reír contigo toda una generación. Todavía oigo a tu madre decirme desde el lecho de agua fría que es tu temperamento reunido en dos labios caidos y en tu cabello de luz. Callan los bidones, me como la locura y la comida comienza a saberme a mar.
¿Te lo he contado alguna vez? Chifla, rejón, estepa, ardor. Un día te llamé con ojos locos inventando palabras y vi la alambrada donde callaba el búho. Ahora te veo comiéndote los renglones y yo te dije que la comida ya no me sabía a sangre. Yo,
que estaba para amordazar a los cencerros, que la medicación se había acabado en el vaso polvoriento.
Te imagino echarte las manos a la cabeza y rodar y rodar las hojas y el genio de los bucles sin que te salga una letra, pensando si yo aún las estoy escribiendo y a quién. Y quiero contarte esto ahora que el mundo se ha callado a voz lenta. Porque se ha quedado sin voz simplemente y se les ha caido el lenguaje.
Y vienen unos cuantos de las manos y me miran secamente. Dan miedo. Y me preguntan, me inquieren. Quieren que diga algo, dibujan el gesto de los dedos aporreando el teclado. Y me quedo como un pasmarote; ni siquiera pensando, vaya, ni si quiera acertando qué quieren decirme. Creen que me convertí en el deseo, en su pequeño juguete con alitosis pero que traspasa las fibras y las mentes y es capaz de llegar a otros.
Pero es que me digo, hijo mio, que no saben hacer otra cosa. Y ahí viene el suicidio colectivo, el cuerpo inerme, la
jartá, el grito-lumbre del que hablaba la abuela cuando el abuelo se pegó con la cabeza con el marco de la puerta. Pero también viene el burro de la vecina. Y éste sí sabe hablar y me dice cosas ingratas e interesantes. Pero habla y habla con esos labios rotos y acicalados verdes apestando al alcohol. Y me quiere el
jodio burro al que se le puede poner un alejandrino en el lomo. Y le beso y abre sus ojos locos. Por qué no -me digo-, por qué no.
Ya, sí ya sé que te imaginas que garabateo el papel y hago barcos, estopas, flores, ojos de chinos y de raudal, cataratas. Y yo cómo te pregunto ahora si las generaciones que vienen han escuchado o escucharán si saben el precio de todo esto. El bombardeo. De aquí a allá, me comentabas,
Javier, que te saltas a las matas, que te pasas al establo de los sueños.
Y ahora veo volar a los vecinos y a su miedo. Caer la noche. Cerrar sus puertas, prender las candelas, el murmullo y soplar, soplar, soplando se va la vida tras las casas y cuesta ser uno más. Un solitario bebiendo. Una espiga, ahí, recreada, creyendo ser el huracán de una diminuta letra que a veces va y viene y caprichosa al papel.
Maldito genio que tienes la voluntad de elegir aquella bella historia.