sábado, 10 de julio de 2010

Overlanding


Uno a veces tiene la certeza o la absoluta arrogancia de creer que es único e irrepetible. Que a su asemejanza no hay cualquiera, ni siquiera alguien desconocido que admita el género de la duda abanicable, el perdón famélico, el aliento quebrado, la carestía intelectual o bien, y más acertadamente, la rotura de una falsa humildad que sueña por la paz de los demás, sabiendo, eso sí, que no está ni se espera su recuerdo. Y, en ocasiones, más de las que uno puede anotar, sencillamente se ha equivocado y ha esquivado el folio pero ha cogido el papel de estraza.

Anoche, un día llano en que vi caer las cuerdas de ese guiñol de las tertulias en que todos alguna vez nos hemos sentado, caí al punto final de la siguiente línea. Mi cara parece un renglón torcido le dijo el que no vivía para soñar a su jorobada que le esperaba millas arriba y cuyo puesto era un bonito culo y una placa que decía soy editora y puedes besar mi vientre.

Temimos ese corazón en la garganta, la luz de la puesta del nuevo día, el verte otra vez, el olvido, las temidas máscaras humanas al atardecer, esas que hunden al ser en la lejanía. Yo, por mi parte, le pedí a mi acompañante el ingrato favor del que se sabe perdiendo y quiere saberse: dame más dinero para beber.

Perder a la familia te obliga a buscar a la familia. Como la obra de Overlanding y del genio cabreado que hace leer a los demás para conducir y no ser conducido. Y digo yo que la obra estará ahí sobre las tumbas y nos estará esperando el conserje con nuestro cigarro encendido para que le demos la primera calada y nos sepa a gloria la tierra sombría, el abrazo, la violetera, el ramillete de reproches, la costa vacía con sus manos de sal abandonada. Y en definitiva la tierra que llega a ser tu tierra a costa de entrar por los demás.

Nacido para esto,

por esto, dijo el otro también,

el jefe de la guarnición de los bares.

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