miércoles, 9 de febrero de 2011

Paz


Dicen los que estaban en la trinchera sosteniendo un mauser que a veces los tiros de salvas abrían socavones en sus diminutas calles y casas de una y dos plantas, en la pobretería de un arrabal secado, en la humedad de una tibia lluvia que caía de lado y se iba y volvía y continuaba encendiéndose una noche sí y un día también en Madrid.

Que ello no sepultó su ánimo y que, con descanso, Luckaks entreguaría a la guerra un nuevo rito, un cuerpo de un batallón de hombres peinado, aseado, entregado con un nuevo traje como un caramelo y su muñeca de nuevo al frente. Pero nunca se consiguió, nunca hubo un tiempo para la espera, nunca hubo un respiro para el cuerpo fogueado. Han pasado algunos años desde que aquél hombre que hoy es mi abuelo con su nariz redonda, gesto callado y sabio y mirada traviesa me contó con sus manos inquietas y nerviosas pormenores de una lucha fratricida lejana. Que los moros eran los primeros en comer y jalear ruido, en entregar a una mesa de roble la bocanada de tabaco y griterío. Que la tropa callaba y se ponía firme. Que al grito de firme, todos corrían delante de la fusta y el fusil.

Hoy es un miércoles por la mañana y restaña la luz debajo de las puertas y cajones y quizá por eso y no por una explicación más elaborada, y porque el mundo de los sueños responde a la patria que sale de la lógica en un hombre, veo contar a rodajas su vejez y su muerte. Porque la noto cerca, holgada, trazada tristemente con un cordel fino tras la que hay una mano a punto de segar su herencia labradora y sus pies descalzos de niño todavía de cuando a los 13 años le dieron en adopción sin familia.

Porque hoy un hombre también trata de poner en orden sus ideas y poner en paz su cuerpo consigo mismo. Porque necesito perdonarme y perdonar a aquellos a quien miserablemente he odiado por el camino de la ceguera y he recuperado algún papelucho, alguna cuartilla que escribiré en sus sepulturas.

Enrarecidos golpes del costado asesino
que los hicistes tuyos,
que has conseguido hacer del amor a los que amas
disciplinado y displicente.

Donde hallas, buscas celdas de palomas
sobre las carrocerías de los coches abandonados en otro tiempo.

Buenaventurada trinchera del odio,
moqueta raída sobre las migajas de la tiranía.
Eso es lo que queda, mujer:
cicatrices arañadas al espejo,
la incertidumbre de un rostro que se asoma a su barba helada,
a su edad tardía,
a su vejez enlatada en un cuarto de baño.
A la ceremonia de los huesos de mimbre en un estanque,
en una rivera muy pequeña.

Déjame decirte a la luz abierta de un nuevo día,
donde hoy, tras meses, se ha puesto el sol alto,
muy alto,
que una página marcada en un libro,
me ha devuelto a los tomos donde sellé
una promesa de amor, de un ser querer ser,
bajo el alcohol, besos y caminantes
en la noche de los tiempos sin Norte,
donde veía marcharse a la mujer de papel en un cafetín solitario.

Soledad de tus penas, abuela,
Soledad de mis escritos, hijos,
Soledad orillada, ancestral, en ciudades que han de venir, amigos,
amigo del vientre, amigo.

1 comentario:

Miguel A. Ortega Lucas dijo...

Pues eso. Hijo de la gran puta