martes, 20 de octubre de 2009

Cuentas pendientes II


Hoy hemos vuelto a hablar. Hace tiempo que no lo hacíamos. Es un buen hombre, pero entre nosotros hay una barrera simple que no sé delimitar con palabras. Mi padre es un tipo noble y bonachón. Desde que tengo ciertos recuerdos ya no meramente vagos, concibo su tripa salir por el pantalón apretado con un cinturón de cuero que parecía estallar. Es un hombre hecho a sí mismo: trabajador y peleón al que la vida le ha dado cien puñetazos. Siempre a la sombra de una familia, al cobijo de la nada unida en hermandad, un hermanamiento falso.

De la misma manera que tengo su recuerdo a 2.000 kilómetros siempre presente, aunque evitemos hablar, y, cuando lo hacemos, la conversación no adquiere un carácter elevado, tengo grabado en la mente los 15 años y los 17. El verano y el otoño de los 15 años en que su caso estaba sobre la mesa de la cocina del sótano: Francisco Javier López...Archivo número....A mis 15, nos desahuciaban, mi padre iba a la cárcel y yo no era capaz de asumir nuevas responsabilidades. Estaba bloqueado.

Mi hermana tenía cinco años y, aunque la vida traía problemas como el carro del heno del Bosco y es una comparación fácil, a juzgar por cuando vi aquel expediente o informe y luego, tras pisar la cocina, podía ver la infancia de mi padre en sus ojos. Era un película con subtítulos. Y en braille. Aquí siempre me acuerdo de Emmet Ray, el tipo que se iba a descargar su pistola a las vías del tren, un personaje cinematográfico, crudo y tremendamente real parido por Woody Allen.

Él era el perfecto cabeza de turco pero supo salir adelante. Le tomaron el pelo, hincó la rodilla y se levantó. Nunca nos hemos dicho demasiado. Siempre lo hicimos más con lo que no hicimos y lo que vimos cada uno en nuestros gestos y caminar. Sigo creyendo que es un totem por la forma en que evitó la cárcel y luchó por su familia.
El hombre alguna vez debería de intentar escrbir una pequeña lista con los valores irrenunciables y ponerlos un precio como hacemos con tantas cosas materiales que usamos y tiramos en la cultura del take away.

Nunca, jamás, me puso una mano encima, y estoy en deuda con el carácter demoniaco que me ha inoculado. A mis 17 lloró como seguramente lo había hecho en la soledad de una noche que se comía sus sueños en el pasado, en la oscuridad de unos hechos que era cruelmente presente y se perdían en la ceguera o en el insomnio. Pero todo estaba más vivo que nunca y no hizo falta mucho para darme cuenta de que aquel momento era un punto de inflexión en ambos. De alguna manera, era terrible asumir su reflejo. Ver lo que había sido. Ver qué había sentido. Y lo hizo frente a mi, en una furgoneta atestada de cosas de trabajo: papeles, herramientas, guantes, notas de aviso. Aquello prefiguraba un carácter, aquello determinó mi línea. Era todo lo que uno puede buscar, un referente en el que creer más que un Dios cuando las circunstancias le hacen ser ateo. Esa noche se pararon mis sentimientos y escrbieron un cero a la izquierda.

Con el tiempo, viene a mi mente Sandra, una chica que conocí tras algunas copas en la Soleá, la Cava Baja. Ya se encuentra bien, puede dormir por las noches. Sé que se encuentra bien porque he visto que ha encontrado a alguien. Necesitaba hacerlo. La televisión ya no es su riego sanguíneo para poder conciliar el sueño. Me imagino al novio de su madre pegándola en un rincón cientos de veces, tantas como ella no me había contado pero tantas otras como cuando ella se encogía como un vientre embarazado y entornaba los ojos a la velocidad de la luz. Tal vez tenía miedo a la velocidad, o a la propia luz.

Aquella mujer tenía mucho miedo. Un miedo encerrado en el tiempo, en las cavernas. Podías ver en sus ojos una paloma que se queda sin tinta para poder escribir la última carta a quien está fuera de un penal sin pena. Nunca antes pude ver en alguien la expresión "se han secado mis ojos" con tanta crudeza. Pero creo que encontré a alguien bueno. También mi padre. Aún sigue golpeando y dejando atrás enemigos. Nadie deja que le pise, yo tampoco. Eso intento con los años. Se lo debo, al menos.