
Anoche caí balando
entre las losas destartaladas
y grises de un Madrid cada vez más pobre,
creyendo que era mi cama
y tú, recostada, todavía te hallabas en ella.
Me juré cien veces que cambiaría
en las noches de vino y rosas
y aquellas frías donde no tenía dónde dormir.
Posiblemente mi error fue conocerte
y no poder borrarme tus pasos de mi mente
entrar como la luz ligera
por debajo de la puerta de madera
cuando yo hacía que dormía
y tú te quitabas los zapatos.
Y en ellos, tus pies mudos, soñadores, libres.
Hablamos muchas veces de promesas,
de futuros trabajos y de sueños irrealizables. También de sueños
que algún día cumpliríamos en algún país.
Trabajaríamos y viviríamos en una vieja habitación provinciana,
en un hotel de carreteras tal vez
y dormiríamos en la buhardilla desconchada que nadie quisiese.
Nunca elegiríamos renunciarnos
ni apagar nuestras sombras.
Bajaríamos al portal de la mano,
tocaríamos la hierba aplacada por las gotas de agua
de las jardineras y jardines
que cayeron la noche anterior
de los tejados.
Entonces, soñábamos a ser el otro
y a no decirnos mucho. Pero tampoco nada.
Porque las palabras nos gustaban cuando
salían de la boca del otro
y tú o yo podíamos quebrarnos y atajar nuestros labios
hasta el silencio
y abandonar nuestra suerte hasta el próximo callejón.
Yo viví con la promesa de no despertar
y tener que drogarme cada día
de la luz de las farolas, del empedrado de las calles,
de sentir tus pisadas tras de mí en un paso de cebra,
de encontrar tu rostro en un escaparate liquidado
en las desafinadas cuerdas de los guitarristas callejeros,
debajo de los puentes macizos
resonando los ecos turbulentos.
Non, merci, me dijiste en un abrir de miradas.
O quizá lo inventé.
Dime con todas estas palabras rezumantes
que arden en un papel por caerse a la mesa,
¿cuándo lloverás tú?