Siempre hay niños que tienen el temor de que oscurezca. Que la loma de luces contraídas les lleve a granjas desconocidas en pleno campo, les dejen sin la sonrisa perfecta paterna, sin la pasión irreverente y ociosa del calor en invierno y les arranquen los órganos los duendes de la edad temprana para hacerse collares de estaño con la luna.
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Gracias al odio. Gracias al rencor. Gracias a la vehemencia, gracias a la tierra baldía y arrasada. A los años, a los tuyos. Gracias a la cánula que me da las calles rotas de cosas sin vida. Gracias al embrión lazo de la muerte del poeta y su silencio, que no ha traído el humo de la demencia en ceniza de los altos hornos donde la calavera se arromolina al galope y no ha dado todavía la muerte a mis poemas.
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