sábado, 8 de marzo de 2008

LOS LUNES NO ESCRIBO.- A un salto de Manhattan


Por Anul Jlo


¿Cuántas veces has dejado pasar la oportunidad de saludar a alguien a quien deseabas decirle algo? Su mirada, un gesto intemporal, imperecedero. ¿Cuántas veces te hubiera gustado arrogarte unos ojos que no son los tuyos? Hablarles, acunarlos, egoístamente separarlos del cuerpo, hacerlos tuyos y eternos…¿Has creído en alguna ocasión que el azar te ha dado una oportunidad en forma de oportunidad para actuar y no lo has hecho? Sí, has leído bien, bendición bendita. ¿Una historia por escribirse y por que tú la narres? ¿Por qué durante alguna caprichosa hora del día te cruzas con un anónimo y crees conocerlo de toda la vida? Es más, aseguras conocerlo de toda la vida. Por la calidez de sus movimientos, por unas manos hirientes, abrasadoras, que jamás has sentido y, sin embargo, tienes la sensación de haber tocado. Por un algo indeterminado y quejoso, en definitiva, que termina por convencerte aunque solo te hayas empapado durante un instante de tu propia esperanza.

Tengo un buen amigo que suele comentarme cosas de este tipo. Es un tipo lúcido, un hombre fuerte, del este, venido de lejos, pero cercano, de esas personas que siempre parecen asentarse en un sitio al poco tiempo de llegar. Pasa desapercibido, vaya. También he de confesar que me lo dijo tras algunas copas de vino tinto y un par de coñacs. Bueno lo cierto es que también me aseguró con rotundidad que, en su opinión, las verdaderas escuelas de la vida son las putas, la cárcel y alcohol. “Y por ese orden, no lo olvides”, me espetó al tiempo que me daba una palmada en el hombro y aflojábamos las billeteras codo con codo en la barra de un bar. Nos descosíamos, abríamos nuestras propias costuras, dejábamos volar nuestras almas, nuestras pequeñas bocas polvorientas, amañadas, malhabladas. Y éramos felices. ¡Diablos lo éramos, vaya que si lo éramos, y en tanto que lo recuerdo como un niño recuerda su patria!

La primera vez que empecé a diluirme en estas historias fue un día de gotas de alcohol y lluvia. Me disolvía como un pequeño pasquín en un mural bajo un cielo ennegrecido prontamente, un gran cenicero donde los dioses se habían poco menos que cagado, una luna a media tarde sin textura apuntalando un firmamento envejecido y miedoso. Los árboles tristones, recogiendo sus retorcidos troncos, intimando vergonzosamente con sus raíces, los pequeños pajarillos trinando en las ramas quemadas. La gente paseando y espolvoreando su figura por una ciudad apagada. Las fábricas gritando a pleno pulmón, las jóvenes muchachas saliendo de sus trabajos de cajeras; tal vez, de recepcionistas, de recaderas. Hombres, también, por supuesto, trajeados, adornados peligrosamente (esto me hacia gracia, porque, según me comentó durante una partida de cartas mi colega, ¡jugaban con su dignidad sin enterarse!); otros, tipos remendados, de alma y paños, de bolsillo y consuelo. Hambre con hambre, dolor con dolor….

El caso es que tras unas cuantas copas empezaba a pesarme cada parte de mi cuerpo más de lo que pensaba, y más de lo que recordaba otras veces. Esto no me importaba demasiado pero sí que empezaba a notar mis músculos entumecerse con mayor facilidad, a tener menos aguante. En otra ocasión leí que un escritor de cuyo nombre no recuerdo decía en una entrevista que no era un “animal social como la mayoría de las personas” y que era cinco animales: oso, ratón, grulla, halcón y león. Lo primero que deduje es que estaba loco, lo segundo que era gilipollas y lo tercero que, posiblemente, era un relamido pedante. Tal vez, si combinase las tres, me dije, acertaría en el verdor desconchado de muchas personas que nos pueblan.

Pero después de darle muchas vueltas he llegado a la conclusión que el transporte público está lleno de historias fantásticas. El autobús, la red de cercanías y, principalmente, los andenes del Metro, agigantan su leyenda con pequeñas fábulas que se agrupan en los costados de cada ser anónimo que los recorre. Historias de cáscara de cristal, frágiles, pero firmes, sentenciosas, que dictan los pasos de muchos de nosotros y llegan a determinarnos en nuestro caminar. Siempre me han gustado las historias que quedan por contar y que, sin embargo, tenemos tan arraigadas.

Si uno va caminando bajo tierra por los pasillos del Metro se da cuenta de que las personas parecen estar continuamente hablando aunque se recreen en su propio silencio. Casi podemos hacer su propio silencio tangible, ponerlo en contacto con el nuestro a través de dos miradas que se cruzan. Un ademán, un movimiento breve, brevísimo, lento, casi imperceptible con la mano que aparta un cabello y ¡zas! esos ojos que se han matado o han nacido en los otros.

Después vienen los quizases, los tal vez debería haberme dirigido a aquella persona. Siempre el plural mayestático y prorrogable que se repite cada día. Pero también momentos en los que la magia parece perdurar centurias sobre el pecho de metal que sostiene a esta ciudad. Siempre me atrajo la atención aquellas individuos que terminan por consumirse el uno al otro y esperan a que ese tren, ese autobús, esa varita que rompa la magia no llegue y, empero, no hacen nada. Esto me reconforta porque creo que quizá es por que no quieren romper su cotidiana vida, sus cotidianas costumbres, su cotidiano amor y su cotidiano trabajo. También he llegado a la conclusión de que la inmigración añade un toque amargo y a la vez azucarado a ese marco creador, aunque no tengo muy claro en qué medida.

Hay días que no sé cómo interpretar las miradas de las personas mayores cuando parecen examinar a personas de otros países o del propio país, pero no siempre puede uno conservar la calma ante estos deliberados exámenes visuales. No llego tampoco a entender si uno llega a realizar actos buenos o la sonoridad de la poética misma de los actos es lo que mueve los propios actos. No sé, pero recuerdo que una mujer entró llorando en el tren y otra la dejó sitio. La pasó un brazo por el hombro y le ofreció caramelos y un pañuelo. No se conocían. Sentí algo indescriptible. ¿Ternura? ¿Temor? ¿Remordimiento? Todo el mundo que estaba alrededor de ellas en el tren las miró. Con razón. Ahora, con el tiempo, sí que reconozco que aquello fue una buena cura de humildad.

Veo a un chico y una chica que se miran de un andén a otro en una estación olvidada de un pequeño pueblo de provincias asturiano. Dos ancianos se toman un cortado en la terraza de la cafetería. Hace frío, hiela, tiemblan la maleza que crece desordenada junto a las vallas de la estación. Algunos adoquines se han movido con el fuerte viento, sueltos, algunos, han caído a las vías. No hay peligro. Yo voy con mi cartera del trabajo. Dentro llevo la muda, mi anticuada cámara analógica Kodak y las herramientas del trabajo. Se miran, se observan detenidamente. La chica lleva un bonito vestido rojo de encajes con unas borlas en el pecho. Los zapatos relucen en la tenue luz de salón que ofrece un cielo pestañeando y preñado de tonos rubios.

Él es tímido, agacha la cabeza, -parece serlo, me digo- aprieta su barbilla contra su pecho. De repente la levanta, la mira, la vuelve a mirar. Dice ven con sus ojos. Ella va, va, va…Da dos pasos, se detiene al instante, fugaz, totalmente infinita frente a él. Se quieren decir algo…El tren pasa a gran velocidad por delante de la chica y en el transcurso, hasta que se detiene definitivamente en el andén para descargar y recoger más viajeros, le observa a él través de las ventanas lúgubres y tristemente desfiguradas. Se ha ido, se fue, no volverá. Tal vez otro día conceda otra oportunidad.

He descansado un poco. El tumor no me deja dormir. La úlcera sangra cada madrugada y estoy harto de las pastillas. Tengo tres costillas rotas y una muerte que todavía espera. Una jodida muerte que debe esperar su turno como esperan todas las cosas de la vida para poder cobrar su factura en mi cuerpo. La luna está alta. Los pinos retumban, aletean sus sombras dulcemente y enseñan sus senos espinosos. La vida es espinosa –pienso-, ¡qué bonita metáfora! Tengo esa sensación desde que era pequeño, de que la luna siempre ha sido pura, no sé si una señora o un señor, pero siempre altiva, galante, tunante y conquistadora de conquistadores. Y siempre verla alta sentado sobre la garita del pueblo de mis abuelos. Esta vez la noto recogida, cerrada sobre sus brillos. Imagino el mar coleando y estrechándose de orilla de orilla, apostado sobre una marea o un faro mientras los hombres miramos la imperiosa fuerza de lo que no podemos controlar.

Entro en el bar de alterne más cercano a mi casa. Esta un poco lejos pero la Taberna de la Coja es bastante accesible y nunca ponen pegas al entrar. Yo aprecio las buenas noches de Lety, la recepcionista con los ojos distraídos que siempre me saluda con un beso envuelto en sus prietos y protuberantes labios. Me quita el abrigo. Su mano roza mi cintura. Siento un extraño calor. El calor vaporoso me golpea de repente en la cara. Tengo ganas de emborracharme. Miro la sala detenidamente y me doy cuenta de que hoy está especialmente vacía. Caras largas, tres copas en la barra, beben dos tipos. Las chicas les agasajan con caricias. Una de las chicas es la que estaba esperando en el andén en la estación. Sirve bebida blanca a un tipo sentado en una mesa. Tal vez Martini doble, tal vez al hombre que la miraba en la estación. Es posible que se asemeje a él. A mi no se acerca nadie.

No hago por acercarme. Me siento solo y me tomo un buen güisqui con hielo. Salgo pronto. Serán las cinco de la mañana. Dentro de pronto amanecerá. Me marcho con la sensación de que nadie me ha dado conversación. Yo también he intentado no aburrir a nadie. Mañana será otro día…

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hoy no es Lunes Javier. Quizá por eso me animo a escribirte, aunque me imagino que aunque no escribas en Lunes, leerás de igual manera.
Un relato intenso y del que no puedes apearte tan facilmente sin haber llegado a tu destino, así como en el tren.

Pues me has hecho reflexionar y realmente si que tienes razón, en cuanto a creer que muchas veces has perdido algún tipo de trén, bien el del acercamiento, el "lo pude haber hecho y por qué no lo hice" o el de tener la certeza que hay tantas historias sin contar.

Genial. ¡Sigamos contando historias! ¡No dejemos pasar más oportunidades!
María Reyes Cid González.