viernes, 10 de julio de 2009

Poema en una noche de Bruselas




A las cuatro horas de la mañana
El chico ya no quería más voces.
Volví a tirarle una silla de la cocina
contra su puerta
Y aporrearla
hasta que me sangraron los nudillos:
-¡Maricón, sal y relaciónate!
Creyó que me había vuelto loco
Y lo cierto es que tenía la absoluta razón.
Pero pudo haber optado por ser amable
Y no lo fue.
Simplemente una estupenda música del café París
De los años 40 sonaba en mi ordenador
Y ponía la banda sonora
a mi locura transitoria
Una noche que no recuerdo
Pero que a buen seguro
El hijo de la casera sí que lo hará.
Era como traerse
hasta la misma silla de la cocina
o del cuarto del baño a Paco Ibáñez y oírle tocar
todas esas mariconadas a pie de campo
pero todos allí sentados,
en un pequeño taburete de madera sólo para ti
desencajando la guitarra
y levantando las cigarras a coro.
El hielo de mantener fija la mirada, pensaba.
Eso es peligroso para un hombre.
Mierda, estoy jodido.
Es decir, aquellos pensamientos
me devolvían cierta dignidad
mientras la tristeza iba dejando caer
cada día sus monedas de céntimos
sobre mi pozo.
Una y una y luego otra cayendo casi de canto
como si nos hubiéramos hallado
todos juntos aquellos que teníamos algo que decir
aquella noche de batalla sin causa.
Perro que ni me deja ni se calla. Como una pena importuna
que te levanta cada mañana con el hueso en sus dientes,
riéndose desde el infierno.
Sé que suena como un maricón
a punto de escribir su primer poema
y sé que no soy el poeta
más políticamete correcto (¿qué cojones es esto?)
pero hoy tocan en la calle blues
y los negros vuelven a retomar el pulso del jazz.
Y estoy en este mundo tan raro del que siempre hablo a nadie.
Eso me da algo de vida.
Salgo a los bares
pero veo el gesto aguantando
en otras personas
y esperando otra carne calada
como una pequeña flor abriendo
sus colores a la lluvia.
Y todo aquello pasa
y pasa
y lleva el verbo del recorrido en sus arterias
y la gente rueda,
camina,
va en bicicleta
y vuelven a volverse locos todos,
y se gritan y escupen a la cara
y se dicen los poemas más bellos sin mirarse a los ojos
y, como no, también se amamantan de cuentos de Cortázar,
pagan psiquiatras
y los doctores miran sus relojes
con puntualidad y les dicen ¡ohhhh, no se preocupe,
tendremos que dejarlo para la sesión siguiente!
¡Nos vemos!
Pues nos vemos entonces cuando quiera usted tomarse un café, señor, pienso,
Y yo me pregunto
donde están todos esos locos
que merecen la pena conocerse
y te miran a los ojos y sonríen siempre
con una mirada
en que parece posarse la luna para romperse
como un huevo
a punto de echarse en un caldo.
Parece que uno encuentra en ellos la sonrisa
de la niñez. Riéte siempre en la cuna.
Defendieron su locura, creo,
boli a boli,
cerveza a cerveza,
risa a risa,
jazmín a jazmín
como los que tocaron antes de dormirse
antes de sentirse un fuego, un alma
y otra sonrisa.
Se escondieron como yo,
como los pequeños genios demolidos
de segunda fila,
aquellos que levantan y esculpen
las sonrisas todavía en aquellas personas
que no llevan el desierto ni el sonido de la masa.
Al menos, me digo, hay una de las dos partes
Que recuerda aquel trágico momento
En el que él, el hijo de la casera, debió de pasar un miedo,
pero recordó esa tristeza en mis ojos.

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