miércoles, 1 de julio de 2009

Café en el turco de Saint-Josse


Todo el mundo escribe
sobre la muerte.
Y todos ellos están más vivos que nunca.
Una vez conocí a un chico soñador:
se le veía en sus ojos la sonrisa de Peter Pan desangelado.
Las ganas por ayudar a los demás
y no solamente en el dilatado sentido de la palabra.

Ese chico desapareció con las cenizas del tiempo.
Se olvidó de recoger su cadáver en la funeraria
cuando los demás iban cayendo uno a uno
en el entierro de cada generación.
Fue pausado el sueño e incluso le dijo a su novia
con los ojos abiertos que quería ser escritor
o poeta
o contar simplemente algo a los demás
y comerse las piedras
y el maldito mundo de almidón
y llorar a los editores si hubiese echo falta
para que publicasen sus relatos.

Y ese chico de ojos tristes, de mirada aguda,
iba al baño, le decían, a mirarse al espejo
e intentar ver generaciones de jóvenes tras él
empuñando un codo,
sin molestarse,
cada uno diciendo lo suyo
pero con un buen bloc de notas relleno
de cosas que pareciesen inteligentes.
Cosas que nadie había pensado antes
o tenido el temor de decirlas.
Veía la cara de un soñador imberbe
cayendo en la propia cuenta de un idealista.
Pero idealista cabreado con el mundo.

Se dijo que ahora mismo, en ese instante,
caminaría y las hojas se convertirían en pétalos de azucenas,
en ramas a punto de cebar y quebrar una conciencia,
que todo cambiaría de una puta vez. Se las pagarían todas juntas
porque ya nadie, o si no pocos, acudirían a los entierros
con las lágrimas en un pañuelo:
Ahora, tendrán motivos para llorar frente al mismo espejo
en el que él solía pasar su dedo índice.
Sí, sería una buena y provechosa casa-museo
de un ángel sin alas. Las tiraría al cubo en cualquier caso
o en cualquier pelea de madrugada.

Y ahora los soñadores están subidos en las cornisas,
sentados en el capó de los coches,
apurando su bebida, sus sueños,
acudiendo cada tarde a los cursos de formación subvencionados
por el Estado o por su empresa,
mientras a nadie le importa el nido
que dejan las palabras del papel:
la escritura está muerta,
su escritura está muerta,
sus labios están muertos,
sus manos todavía dan pinceladas de un lejano destello
pero también están más muertas que nunca,
y mira por la ventana el chaval de la pequeña perilla
desde un pequeño estudio,
ya bastante lejos de las azucenas, de las rocas, de los colchones donde antes había una compañía
y ahora ve bultos, sacos, estanterías llenas de cosas
sin llenar nada importante por todos lados,
esperando que el hijo de la vecina
literalmente salga de la ventana, escale cada tarde por el tejado,
y esperando caer también el sol
a que se precipite como un suicida teja a teja por el patio interior.

Ahora todo eso pasa en tiempo real y no hay nada de soñador en la cuartilla de un papel,
donde el chiquillo con aspiraciones de joven,
ya no está tumbado sobre la cama,
pasando su brazo por el cuello de una desconocida.
De pie, y dejando su boli, se mira al espejo.
Ese chico solía ser yo.

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