
En demasiadas ocasiones me siento como Emmet Ray. Un tipo algo duro, al menos en apariencia. Alcoholizado, solitario, solo comprensible por si mismo. Pero tiernamente real y descorazonado de toda supercialidad. Emmet Ray es un genio del jazz, un guitarrista magistral, sólo superado por el hombre que le obsesiona: el legendario Django Reinhardt. ¿Todavía no conocen la historia?
Woody Allen le dio vida. Es su padre. Su progenitor más absoluto de nuestras historias contadas a través de este totem. ¿Recuerdan? Pero padres tenemos muchos que narran nuestros reflejos y los hacemos nuestros cada vez que mordemos nuestro silencio y nos acogemos a nuestra soledad.
Sin embargo, en cuanto baja del escenario Emmet se convierte en un tipo arrogante, zafio y mujeriego que bebe demasiado y que disfruta disparando a las ratas. Por no decir las trasnochadas madrugadas en las que se tienden en la ribera de las vías del tren para que sus ojos sean sus únicos y testigos pasajeros. Sus ojos contemplando aquellas moles de acero y hierro son los únicos capaces de mejorar su vida presente y, en suma (y por definición), su vida corre plegada a estos raíles perennes.
Él sabe que es un músico de jazz con talento, pero también que su licenciosa vida de jugador y bebedor, su tendencia a meterse en problemas y su incapacidad para comprometerse le impide alcanzar la cima profesional y sentimental. Un día Emmet conoce a Hattie, una chica muda con la que comienza una relación demasiado seria para su gusto. Esto será un punto de inflexión. Su punto de encierro y final.
Creo que todos guardamos un Emmet dentro de nosotros. ¡Qué demonios! ¿Si no entonces por qué se graban las películas? ¿Deben contarnos algo o ser nuestro reflejo luminado? ¿Qué somos? ¿Qué son?...En fin, versos de palabras, solo versos...
Quizá invierta en mi
una cinta de regazos.
O me acote
y me reconvierta
en un anunciador de siglos
para que sigas conmigo.
Para ello he de agitar
mis pómulos anaranjados
y no ruborizarme
por deberme tanta parte de mi.
En mi, en mi
y conmigo sobre mis pasos
de aguacero que no caen
ni manchan de agazapados
sirvientes naturales.
Cuando vuelva al volver
y no lleguen nunca
bajo nuestras barbillas
las saetas de romance bajo
entonces tocaré tres planetas
y romperé los cascarones de cielo.
Me recogeré sobre mis hombros
y escribiré algunos versos
en mi Hispano Olivetti.
Tomaré un rumor de pasos otra vez
y una taza de café.
Solo, por favor.
Callaré hasta que el silencio
tensé sus estambres ajados de amuletos.
Perderé una estrella
y mil constelaciones por descubrir
y ser nombradas
si hace falta
y piden mi cuerpo otoñal
aquejado de otras manos.
Woody Allen le dio vida. Es su padre. Su progenitor más absoluto de nuestras historias contadas a través de este totem. ¿Recuerdan? Pero padres tenemos muchos que narran nuestros reflejos y los hacemos nuestros cada vez que mordemos nuestro silencio y nos acogemos a nuestra soledad.
Sin embargo, en cuanto baja del escenario Emmet se convierte en un tipo arrogante, zafio y mujeriego que bebe demasiado y que disfruta disparando a las ratas. Por no decir las trasnochadas madrugadas en las que se tienden en la ribera de las vías del tren para que sus ojos sean sus únicos y testigos pasajeros. Sus ojos contemplando aquellas moles de acero y hierro son los únicos capaces de mejorar su vida presente y, en suma (y por definición), su vida corre plegada a estos raíles perennes.
Él sabe que es un músico de jazz con talento, pero también que su licenciosa vida de jugador y bebedor, su tendencia a meterse en problemas y su incapacidad para comprometerse le impide alcanzar la cima profesional y sentimental. Un día Emmet conoce a Hattie, una chica muda con la que comienza una relación demasiado seria para su gusto. Esto será un punto de inflexión. Su punto de encierro y final.
Creo que todos guardamos un Emmet dentro de nosotros. ¡Qué demonios! ¿Si no entonces por qué se graban las películas? ¿Deben contarnos algo o ser nuestro reflejo luminado? ¿Qué somos? ¿Qué son?...En fin, versos de palabras, solo versos...
Quizá invierta en mi
una cinta de regazos.
O me acote
y me reconvierta
en un anunciador de siglos
para que sigas conmigo.
Para ello he de agitar
mis pómulos anaranjados
y no ruborizarme
por deberme tanta parte de mi.
En mi, en mi
y conmigo sobre mis pasos
de aguacero que no caen
ni manchan de agazapados
sirvientes naturales.
Cuando vuelva al volver
y no lleguen nunca
bajo nuestras barbillas
las saetas de romance bajo
entonces tocaré tres planetas
y romperé los cascarones de cielo.
Me recogeré sobre mis hombros
y escribiré algunos versos
en mi Hispano Olivetti.
Tomaré un rumor de pasos otra vez
y una taza de café.
Solo, por favor.
Callaré hasta que el silencio
tensé sus estambres ajados de amuletos.
Perderé una estrella
y mil constelaciones por descubrir
y ser nombradas
si hace falta
y piden mi cuerpo otoñal
aquejado de otras manos.
1 comentario:
Buen poema.. con una introducción algo extensa... Pero me ha gustado. Poco a poco.
Un abrazo.
aris.
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