
Una vez escribí un pequeño cuento que empezaba así: “Chinaski, muerto; Hemingway, muerto; Dos Pasos, muerto; Picasso, muerto; Modigliani, muerto; ¡YO ESTOY MUERTO! Me tiemblan las manos bajo un cielo abigarrado e imberbe. Todo el mundo se ha ido a la tumba, a enterrar a los suyos en el reformatorio y a ponerse sus camisas de seda que aprietan más que la locura”.
La profesora de literatura me llamó la atención por el relato. Me miró y dijo algo así: “eres muy joven para escribir estas cosas. Aunque no está mal escrito, no procede. No puedo aceptártelo”. Me quedé callado y me senté en mi silla con aquel trozo de cuartilla.
De camino a casa, no dejaba de decirme que era imposible contarle a aquella señora educada como a mis 14 años un rayo me había cruzado el pecho en forma de quemadura, alcohol e incienso.
La profesora de literatura me llamó la atención por el relato. Me miró y dijo algo así: “eres muy joven para escribir estas cosas. Aunque no está mal escrito, no procede. No puedo aceptártelo”. Me quedé callado y me senté en mi silla con aquel trozo de cuartilla.
De camino a casa, no dejaba de decirme que era imposible contarle a aquella señora educada como a mis 14 años un rayo me había cruzado el pecho en forma de quemadura, alcohol e incienso.
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