lunes, 28 de septiembre de 2009

Maravilloso


En la foto que tengo en la cabeza se ve a un niño contando alfileres o eso me parece. Ves (puedes apreciar sus movimientos) como sus pequeñas manos se encogen y van clavando uno a uno sobre estacas de maderas. Uno piensa que es imposible y que se le doblarán al entrar en contacto con la dura superficie. Pero el sigue con su trabajo concienzudo de alquimista moderno en este día ciego de luz solar tallando las venas del árbol sobre aquel estanque de gente arremolinada a su alrededor.

No mira a otro lado. No. Sientes como él puede saber que estás ahí, observándole, pasando tu mirada por sus harapos y bolsillos remendados, viendo como se mueve su diminuta bandolera al compás de sus brazos y golpea sobre su cadera de hombre diminuto. Ese mismo compás, música, instrumentos y sentimientos de los que hablas son los que para ti son imperceptibles en el momento en que te hallas parado y dices : "espera un momento, hay algo que se me escapa". Es curioso pero a veces hablamos sobre cosas que no atienden ni a una realidad directa ni cercana pero tienen un nombre y manejan un referente universal que, sin embargo, no sabemos describir o vestir de corporeidad.

Pero estoy en la acera viendo al chaval ceniciento del siglo XXI, el mismo hombrecillo de las grutas de hace milenios y no tanto años, pero sobre otra ciudad y sobre otra centuria. Y estáis cada uno en otro mundo, en otra galaxia alejadas por unos pasos. Y todo porque aquel niño injusto quiere. Porque sabe de tu presencia sin alzar la cabeza y conoce su ausencia hurtada. Porque sabe que la gente a veces deja caer sus moneda al aire y sobre sus rodillas y no sabes si cuando se levante, las recogerá. Si las querrá, si simplemente atenderá al tintineo del cobre como el pastor de provincias ve la caída purpúrea del día sobre la hierba mojada entre olivares.

Tiendes a imaginarte al pequeño cuerpo todavía en formación, gestando un desarrollo de tristeza tal vez que irán poniendo piedra sobre piedra a unos miembros que dejarán de ser mendrugos de pan mohosos y rumiados.

Sacas el cigarro, cliqueas tu encendedor, te echas para atrás tu chaqueta y metes la mano en el bolsillo para esperar algo. Das una larga calad y dejas que el humo te invada la cara, que los segadores de turbante blanco vengan a anestesiarte con una bajada de tensión. Y piensas, sí, "esto es lo que necesitaba, un buen cigarrillo a mediodía en plena calle". Entre las estatuas de cera que cobran vida.

En esos momentos la vida parece maravillosa, un pequeño legajo de azulejos encriptados antes que se abren ahora. Ves el peso de los cuerpos de las personas y, digo bien, ves. Su balanceo, sus absurdas carteras y risas pagadas con un billete de 20 sin cambio en el quiosco. Y también el propio tonelaje de esos mismos cuerpos repartiendo su música en las baldosas al ritmo de una orquesta muda que oyes pero no la reconoces. Una perfecta sinfonía que pone la directa y fija la hoja de ruta mientras vuela el humo de mi cigarrillo entre los portales de la muerte.

Es una maravillosa suerte ésta de muerte, una grandiosa meretriz, creo, con los pintados del polvo de la purpurina. La reconozco porque a veces me da por imaginarme que es como nuestro padrino de labios carnosos pintados, que te da dos besos y te coge con sus pulgares tus mejillas. Pero no te hace daño, te avisa con su mirada, te besa y te ofrece su mejor sonrisa para que tu pienses que cuida de ti. Por algún motivo, no sabes aguantar su envite con los ojos.

Te vas y vas viendo que en realidad no importa la calle, ni el momento en sí, ni la hora del día en particular, sino que tras una pausa meditada se recobra el sentido. Quizá el sentido en las trincheras de las que hablaba Saint-Exupéry, ¿recuerdas?
Era algo así en cada frente como:

-Tomás, ¿estás ahí?

-Sí, ¿qué quieres?

-Hace una noche preciosa ¿eh?

-Sí, pero duérmete anda, que si nos ve hablando tu sargento y el mío, van a pensar que confraternizamos con el enemigo..

-Buenas noches.

-Buenas noches.

Por supuesto, es una reproducción parafraseada pero ésta era su esencia.

Dentro de unos días todo ello, incluido el chavalillo, será un vago recuerdo que dejará paso a otros que llegarán y éstos otros saciarán su vuelta al presente de invenciones e imaginaciones nuestras. De artificios mal logrados, vaya, que tenderemos a elaborar una y otra vez con el paso de los años, como un discurso que se nutre a sí mismo.

En cualquier caso, estoy sobre esta vía y sobre el punteado escritorio con el papel y el bolígrafo y pensé que debía de contártelo. Aquel niño ha levantado la vista en mi mente para dejarme ver sus ojos blancos de Atila entre el humo del tabaco quemado. Estoy en la acera pero en cualquier cárcel horrenda, saboreando la comida de ayer. Hoy es también uno de esos días en que puedo escribir que vi un pequeño 'corto' de la catástrofe de una sociedad que no admite el perdón a veces y sentí un pánico atroz por no poder aguantar su mirada. Tal vez era la mirada de aquel chiquillo solamente. Tal vez.

Y me pregunto llanamente de qué cojones va todo esto. Cuál es el sentido que debo de buscar en el cajón abierto. Cuál es el que mejor se amolda a los pasos que voy a dar, errantes o no, en esta ciudad enorme en su apariencia grandilocuente y porqué. Pero tal vez sea todo esto más sencillo, pienso, mientras camino bajo la barbilla de las farolas que parecen un ejército de cerillas pasando revista. Lo cierto es que me parece algo magnífico la contradicción. Ya sabes aquello de que el neurótico es aquel que no sabe afirmarse en las dos realidades de la ambigüedad. O reconocerlas.

Me meto en el metro creyendo que esta ciudad es una balsa de aceite para cuando uno quiere. Pero, otras, también es una mujer violada entre cuatro chavales quinceañeros a los que se les fue la mano una noche con la bebida y la cocaína y pusieron sus piernas sobre el capó de un coche de segunda mano abandonado mientras veían su boca abierta sin grito y reían sordamente al acorde de la música.


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